Adaptación


El bípedo humano, como es notorio, es la especie más terriblemente invasora del planeta. Se gestó, en comparación con los tiempos de la naturaleza, de forma rapidísima. Es capaz de adaptarse a casi todo, arrasa, allí donde lo dejan, con otras especies y con la suya misma.
Lo ha intentado muchas veces, pero justamente su capacidad de resiliencia le ha permitido  sobreponerse a los reiterados intentos de autodestrucción. Ni las infinitas guerras que ha librado, ni la contaminación, ni la reducción paulatina de su fertilidad, consecuencia de sus muchas actividades nefastas, han podido con ella.
Aunque todo se acelera en la vida del bípedo humano, aunque en los últimos par de siglos haya habido más que nunca empujes a las autodestrucción, también crece su capacidades de encontrar y generar remedios.
Fuera de la inteligencia


Su fuerza y su debilidad residen en el desequilibrio entre esa parte que le viene de origen: instintiva, animal, violenta; y otra que se podría definir inteligencia.
A pesar de que la inteligencia sea un bien a menudo escaso y siempre mal repartido entre el bípedo humano, no hay dudas de que este rasgo de complicada definición es lo que le ha permitido un desarrollo extraordinario, plagado siempre de diferencias e injusticias.  

Uno de los empujes a la acción le deriva de su base instintiva, la búsqueda del liderazgo, del poder, del control sobre los demás congéneres para conseguir algún beneficio propio, que puede ser de muy distinta naturaleza.
La inteligencia, mejor tendríamos que decir las inteligencias, aportan a ese rasgo instintivo toda una serie de elementos, desconocidos para el resto de las otras especies vivas.
Sentimientos, por ejemplo. Amor incondicional, odio profundo, olvido, rencor.
Artes: música, escritura, plástica... 
Capacidad de emocionarse con la belleza y de quedar totalmente indiferente hacia el dolor ajeno.
Búsqueda más o menos constante de ciertos momentos que algunos han definido "felicidad". Depresiones profundas. Enfermedades mentales. 
Dudas y placer. 

Definición discutida la de felicidad, placer, odio, etc. que nos hace volver al núcleo de este texto.
Toda discusión nace del deseo de imponerse a los demás.

Personalizamos para que sea más claro: tu has dicho eso, yo lo diré mejor. Tu has hecho esto, yo lo haré mejor, y cómo lo hago mejor merezco estar por encima tuyo.
De aquí otro paso: si no consigo que apoyen mi teoría por las buenas, lo haré por las malas. Buscaré aliados que me ayuden, convenceremos a los demás que eres lo peor, iremos a por ti, a por vosotros.
(Muchas veces no hay paso previo, se va directamente a las malas).

Después, cuando llegue a ganarte, haré casi lo mismo que critico, lo sé, lo sabía, pero los que me apoyan, la masa tonta que constituye mi ejército no, no lo tienen tan claro, ni les interesa saberlo, ni se lo explicaremos. Por eso mandamos. Sólo quieren un motivo para canalizar su energía, que llene el vacío que sufren, a veces sin ser del todo conscientes de ello.
Armas imprescindibles: hipocresía, cinismo, mentiras, tergiversación de todo, para que sea útil para darnos la victoria. 
Cuanto mayor sea nuestro arsenal, cuanto más difícil sea la situación general, cuanto más escondamos que no podremos hacerlo mejor, ni haberlo hecho mejor, más fácil será abducirlos.
A todos nos falta algo. La mayoría de los bípedos humanos no sabe, más allá de las necesidades básicas ni qué es.
Cuanto peor lo hagamos una vez ganado, más tiempo nos mantendremos al poder. 
Es más fácil seguir una insignia que pensar. Pensar cuesta trabajo.
A menudo pensar es muy duro. 
Esa caricia de la inteligencia positiva que todos hemos recibido en algún momento, se ha evaporado o ha sido aplastada. Y si no, nos haremos cargo, de una forma u otra.

Es el juego de desequilibrios que rige la historia de la humanidad. Con minúscula.
La humanidad siempre se tambalea, a veces cae, pero vuelve a levantarse.

Otro día hablaré de la Humanidad con Mayúsculas. Es otra dimensión. 




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