Recuerdos

Érase una vez un tiempo, un tiempo no muy lejano, en el cual esas familias que deseábamos, por una razón u otra, tener prole o aumentar en número la que ya teníamos, también podíamos acudir a un lejano y gran país de Oriente en búsqueda de cumplir ese sueño lleno de ilusiones.
Era aquello un lugar idílico y acogedor. Cuyas leyes y costumbres, que no es menester juzgar en este momento, permitían a locales y extranjeros dirigir deseos de maternidad y paternidad con cierta garantía de éxito. Siempre que se reunieran determinadas condiciones.
Echábamos una cartita, al Departamento que tocaba, nos citaban, nos dejábamos machacar unos meses por la autoridad competente y sus servicios delegados, entre pepsicólogos y trabajadores sociales, y en un porcentaje elevado conseguíamos el ansiado título de padres certificados y homologados a la normativa vigente.
Pasado el trance del examen de bachillerato de adultos responsables (de hecho hubo un momento en el que fue necesario acreditar el título de bachillerato o similar para poder seguir adelante) preparábamos nuestro dossier de documentos, un tocho de papeles que había que recoger, legalizar, traducir y echar a una dirección casi mágica: CCAA - China Center of Adoptions Affairs, etc. etc. Pekín. China. 
Y a esperar.
En esa época, además de ser padres, mi mujer y yo deseábamos compartir los conocimientos sobre la tramitación, la realidad del país al que confiábamos nuestras ilusiones, que nos habíamos empollado mucho. Queríamos trasmitir información hasta sobre lo que no habíamos, al principio, ni conocido, es decir el viaje, el encuentro, las primeras semanas, el vínculo, etc. etc. 
Aquello era AFAC.
También nos preparamos a conciencia, conociendo las entonces pocas familias que habían ya adoptado. Siguiendo foros de familias de otros países ya más curtidos en eso de la adopción. Buscando siempre el sentido común.
No tardamos en vivir esa experiencia. La Mayor llegó en nuestros brazos temblorosos un diciembre de hace más de veinte años. Llegó la asignación después de una aventura con una mensajería de cuyo nombre no quiero acordarme. Peleamos ir cuanto antes a por nuestra Hija. No fue fácil. Tuvimos aventuras hasta el día de la salida con aeropuertos cerrados de repente por el mal tiempo. No pegamos ojo las tres noches anteriores a la fecha de salida y no propiamente por la ilusión del viaje, que nos querían retrasar. Conseguimos que no. El 24 de diciembre de 1999 allí estábamos. ¿Os recordáis el famoso efecto 2000? También eso nos tragamos. Pero allí estábamos y menos de 24 horas después del primer aterrizaje nuestra hija nos miraba entre sonriente, asustada y alegre, desde la inmensidad de una cama matrimonial King size del Dinasty de Chengdu. 
Ese bebé de 9 meses que no llegaba a los seis kilos, ya tan grande en nuestros corazones que parecían explotar de felicidad.
No habían transcurrido ni 7 meses desde el envío de la solicitud a la recordada mágica dirección.
¡Qué tiempos aquellos! 
Quién nos hubiera dicho entonces, hasta poco después de ir a por nuestra tercera hija, que ese sueño se  transformaría para tantos en una pesadilla, el hijo deseado en un engendro inalcanzable, en desesperación completa para miles de familias. 
La Gran Muralla volvía a ser, desde una obra maravillosa de obligada visita, a lo que fue: una obra de ingeniería bélica pensada para frenar el enemigo.  El enemigo empezaron a ser también las familias que deseaban adoptar. 
Ni un decenio de asedio es ya suficiente para superar la dichosa barrera.

Gran Muralla

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